- El día V -





Había llegado allí para hablar de mi libro.
Por fin se publicaba la obra magna.
El sueño de esta vida y de las cien restantes.
Se supone que yo escribía, los demás leían y todos disfrutábamos.

-"Ale, se acabó. A  la verbena en cuanto leamos la última página." -Dije en alto a un público lleno de algodón y ropa rosa de nenuco.

Así sería. La obra magna. El culmen de los cúlmenes.
Una lista de los mejores hits del catolicismo en los últimos ochenta años. Con letras, acordes y todo preparado para darle al play y cantar en esos momentos en los que el equipo de sonido de la verbena se queda sin luz y no hay quien baile porque nadie se atreve a cantar. Allí estaba yo con la solución del año y dispuesta a asaltar todas las verbenas posibles para dejarlas sin luz al menos durante quince minutos. Ahí es cuando daría el salto a la fama. Haciendo uso práctico de mi libro y de mi mejor voz.

Yo no quiero hacerme rica con mi libro. Solo quiero dar la solución vital a la masa para evitar el aburrimiento y darle valor a los últimos doce años de estudio y seguimiento en cada misa, en cada grupo comunitario, en cada recodo de internet.

Recuerdo una de esas magníficas verbenas en casa de la tía Pam. Estaba a rebosar. Comederos de palomas, los farolillos a punto de salir ardiendo, la barbacoa de gas venga a freir choricillos. Un fiestón. Y desenchufé el aparato. A Pam casi le da un pasmo, y le dije "tengo la solución!".
Y así fue.
Todos los ositos de peluche levantando los brazos, moviendo el culo, venga a restregarse por el suelo... Todo lleno de sangría porque sin manos no podían servirla como dios manda.... Un no parar.

A todo el mundo le pareció bien la selección de temazos de ayer y de hoy, así que empecé a hacer una gira de presentación del libro en las parroquias de todos los barrios que me acogiesen.

Así que allí me planté.
Había llegado allí para hablar de mi libro, o mas bien para cantarlo con todo el que se animase a practicar antes de la próxima verbena. Y siempre con algo de prisas, se me había olvidado cepillarme los dientes. Tenía un poquito de piel de un guisante. Me encantan los guisantes con chorizo y salsa brava antes de una presentación, para amenizar y darle un toque sabroso a todos los aires que salgan entre canto y canto.
Total, que antes de empezar a hablar, saludé con una sonrisa directamente proporcional al final de aquella presentación y sin respiro alguno, un oso de peluche con camiseta de playa de la quinta fila se levantó y gritó: " Los guisantes no se comen con salsa brava!".
Y como para brava yo, le canté un ave maría de Bisbal remixao con lo mas underground de la época de las verbenas.

Cogí las llaves y me fuí.
Después de eso no sé si el resto del público aplaudió, abucheó o simplemente se quedaron con la misma cara que tienen al salir de fábrica.

Yo me como los guisantes con salsa brava o sin guisantes y conduzco por el lado que me da la gana. Total es una alfombra llena de playmobil y allí hay accidentes si lo digo yo.


- El sentido incompleto de las cosas sin sentido -





Tengo miedo del bueno.
La casa de la puerta roja con las escaleras hasta el sol se ha comido La Mochila.

Aparecen libros que algún día se llevarán a las maletas y los armarios saldrán corriendo con la ropa como si fuese una sopa de estrellas y letras y dinosaurios todosjuntos, porque son los finales de los paquetes y no dan pa mas. Nada tendrá sentido porque el sentido vive entre los libros y la sopa para cenar. 
Y es viernes y la sopa se hace sola, porque sabe que no nos la vamos a comer. Devoramos libros entre humo de incienso verde y marrón y amarillo. Con luces suaves y frente a una chimenea que hace saltar la alarma de fuego en todo el edificio. Pero no es la nuestra, es la del loco que come caracoles mientras canta bulerias en austrohúngaro con la boca cerrada y los pies mirando hacia arriba.
Por eso no suenan las bulerias en casa. Ni la sirena. Suena el calor de la música que hace la sopa. A ratos el autobús. A ratos coches. A ratos nada. A ratos todo. Del todo a la nada nadando sin ser gerundio desgeneralizado.
Yo salia a la calle a ver si cuando volviese, la lasaña ya se había cocinado sola o se había convertido en sopa. 
La maga, en su casa de París tenia un vecino arriba de las escaleras que estaba loco. Al nuestro lo llamamos Bob y vive abajo de las escaleras, en la ultratumba. Dice que hay un fantasma. Que es mujer. Seguro que canta bulerías en austrohúngaro. Já. El fantasma es él. La mujer soy yo. Pobre Peter, voy a tener que tirarle la puerta abajo y notificarle la buena noticia con acento ruso.

Si todo esto no tuviese sentido, sería la vida la que se llevaría el premio. Es imposible que nada tenga sentido cuando los coches paran en rojo y se ponen en marcha en verde. ¿Usan los extraterrestres semáforos como metáforas sinsentido de la vida? ¿O quizá pasan de la vida? ¿O de los semáforos? ¿O de las metáforas sinsentido? 
Sin sentido.
O con él.
Bajo a la calle, a ver si cuando suba, mi té se ha puesto solo y puedo seguir leyendo libros de sopa.

- Sólo cuando es de día -







Hay dos cosas que me gusta hacer por la mañana. Comer té y beber tostadas.
Pero no todas las mañanas. Sólo en las que me despierta el sol.

Hay dos tipos de mañanas en la isla: las que empiezan oscuras y las que empiezan cerca de oscurecer.
Las segundas son mis favoritas. Cuando el sol abraza y casi se acaba el día. Pero sólo casi.
Esas mañanas me encanta darle la vuelta a las rebanadas de pan cuando están en el horno y sentir que por un lado están blanditas y por el otro lado arañan. Pero tan blanditas tan blanditas que se quedan las marcas de los dedos hasta tostarse y parecer huellas de dinosaurio.

En esta casa, en la casa de la puerta roja y las escaleras hasta el sol, no hay tostadora.
Hay horno y las tostadas se hacen con amor. Hay que sentarse cerca, con un libro en la mano y esperar al momento perfecto para darles la vuelta.
Y la mantequilla, que vive fuera de la nevera se unta como si fuese un diente de ajo.
Lo mejor viene ahora. Chuparse los dedos antes,después y en medio de la fiesta de la mermelada de fresa, sacar la bolsa de té ardiendo con los mismos dedos, pringar la página del libro que decida abrir esa mañana, dejarlo todo desordenado... y así hasta que devoramos en segundos la fiesta de los sentidos.

Los cuchillos y las cucharas me parecen aburridas. Siempre que intento que nada se derrame suele salir peor que si uso los dedos. Además están fríos y no me hacen sentir.
Es imposible mantener el orden cuando no hay orden que mantener y el desorden es un espejo del placer.

Ese placer de la casa de la puerta roja con las escaleras hasta el sol y el número tres en la puerta. Porque somos dos más el desorden. Ya ves, los números no son una coincidencia.
Nunca.
Las coincidencias no existen en esta casa.