Abro
los ojos bien fuerte para intentar soñar despierta con un verano que nunca
apareció.
Quizá
está siempre dentro de mí. Quizá lo he sobrevalorado durante décadas. Quizá es
una utopía tópica.
Apareció
en un verano que nunca existió.
Ahora
cierro los ojos para soñar despacio y poder disfrutar lentamente del otoño que
nos deja las aceras inundadas de hojas húmedas, esperando que se haga de noche
antes de la hora de merendar. Acostarse de noche, levantarse de noche. Caminar
al revés, con muchos calcetines en los pies.
Nunca
me había sentado de cara al mar para llamar al invierno, es normal, el invierno
viene de dentro, de las montañas. Es un gigante enfadado que sopla tan fuerte
que me cambia de carril cada vez que vuelo en bici al trabajo. Entonces no me
siento frente al mar para llamar al invierno, me siento frente a la vida para
disfrutar mientras vuelve otro invierno.
Y
mientras, pongo a hervir las paredes del castillo para jugar a beber vino hasta
calentar los dedos de los vecinos y reír a gritos pero en silencio.
A las
cebolletas les ha salido flores. Me hacen tan feliz que hablo de ellas cada vez
que comparto ascensor. Son como mis niñas. Llegó una cuando aterrizaba en la
isla del viento y ahora son dos, como los inviernos. Calendario natural que sonríe
cada mañana.
Tan
placentero como el queso con pimienta negra.
O las
puertas abiertas.
O las
gaviotas riendo a carcajadas antes de despertar.
O los
tés compartidos a cualquier hora.
O no
querer subir puentes en contra del viento en bici.
O los canales
en mitad de la ciudad.
O llegar
a casa y ver mi cara llena de colorete y sombra de ojos después de jugar a las
peluquerías.
Tan
placentero como la vida misma.
Y quien
diga que la vida no es bonita, miente. Es bonita porque es como es.
Injusta.
Como la
vida misma.
Ven que
te invito a hablar de injusticias mientras nos hacemos las uñas en el castillo
de princesas.
Y quien
diga que las princesas no escupen, miente. Las princesas hacen lo que les sale
del coño, porque la vida es injusta.
Porque
es la vida misma.