Una vez
tuve una hermana que se creía incapaz, que no se supo mujer y corría de noche
porque sus miedos la perseguían en coche.
Tampoco conocía a la luna. Contaba que la miró de lejos una
noche de paso por Valencia.
Una vez tuve una hermana que aprendió a base de castigos, de miedos infundados por todo
lo negativo que iba a ganar en el concurso de la tele.
Pero
una vez esa hermana aprendió que eso no era más que basura en el alma, en la
cabeza y en su persona.
Da la casualidad
que esta vez esa hermana es mi hermana de sangre.
Pero llegó
el día en el que se dio cuenta que era imposible creerse incapaz, porque el
ritmo lo marca una misma y vio que no eran suyos los ojos que la juzgaban.
Aprendió a aceptarse con ojos propios.
También
llegó la noche en que la luna le dijo que no solo servía para salir en los
cuentos de amor, que también contaba historias de mujeres que sangran vida. Que
ese brillo ,que a veces se escondía, guardaba muchas historias de mujeres sabias
y poderosas, de mujeres que aprendieron a saberse fuertes, como ella.
Ahí es
cuando sacó sus garras y se puso a correr en la noche iluminada, como todas las
mujeres lobas. Esta vez no huía, esta vez gritaba al mundo que ella también
estaba ahí, empoderada.
Y luego en un momento entre el día y la noche que descubrió que no solo las demás mujeres
eran sus hermanas. Supo, sin saberlo, que su hermana de sangre también lo era.
Tan loba, tan fuerte y tan poderosa como ella misma, como su madre, como sus
abuelas, como sus tías, como todas las mujeres. Y que tenía la respuesta a
muchas de sus preguntas a pocos metros de su cama.
Y al final se paró a escuchar con otros ojos a las estrellas y se sentó
a mirar todo lo que las demás mujeres le contaban sobre la vida mientras
disfrutaba viviéndola.