- Somos -




Bajábamos en busca del calor por las llanuras amarillas castellanas y apareció.
Era una torre alta, altísima de la que salía luz. ¡Luz! No era fuego, no era humo negro, no eran luces artificiales. Eran rayos de luz, blanca, pura.
No podía dejar de mirarlo, de imaginar, de querer llegar volando hasta allí.

- Papá, para el coche y déjame aquí. Quiero ir a descubrir la luz.

Como si fuese la torre de una población inalcanzable en nuestro presente, allí estaba. Se alzaba a lo lejos, muy muy lejos y a la vez muy muy cerca. Y giraba la cabeza según nos alejábamos. Y me dí la vuelta para mirarla desde el cristal trasero del coche.

Era incapaz -incluso con el razonamiento lógico del funcionamiento de cualquier sistema para recoger energías- de imaginar cómo funcionaba la torre que absorbía o que mandaba luz.
¿Hacia dónde?
El por qué lo tenía claro. Otra cosa no se me daría bien, pero las energías renovables fue esa asignatura de notas por encima del ocho y que más he disfrutado dentro de la cárcel a la que llamaba instituto. Y en eso se quedó.
Igual que mis ganas de trabajar en una estación depuradora de aguas.

El agua, la luz. Son elementos imprescindibles y que dentro de mi siempre han tenido un significado muy extenso y un valor incalculable. Agua, donde renuevo las energías acumuladas del invierno; Luz, que me alimenta cada día. Somos agua, somos luz.
Mi ser interno sabía de ello y un día entendí lo que me quería decir, que no era raro el querer trabajar en un sitio con olores desagradables. Nosotros somos desagradables y eso es lo que hacemos con el agua. Yo solo quería devolverla a su estado natural. Limpia.
Con esa torre de luz fue lo mismo. Como un flechazo, como una necesidad.

Sabía que existía. Siempre lo supe.

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